Foto: A. Bofill |
Menos algún tuit poco afortunado, la mayoría de críticas y reacciones al concierto dirigido por Sir John Eliot Gardiner el pasado martes día 15 oscilan entre lo correcto y el entusiasmo. Sin embargo, en general, el tono es mucho más comedido que el del pasado enero, cuando el mismo director y su formación conmocionaron al público con su interpretación de la Misa en do menor de Mozart.
Lamentablemente, no pudimos estar en el memorable concierto de enero en el Auditori, pero sí en el del pasado martes en el Palau. Y lo que vimos y oímos no fue solo una gran versión de la Pasión según San Mateo de J.S. Bach, sino, sobre todo, una hazaña, una gesta coralística que debería figurar en los registros históricos del Palau de la Música.
Los directores saben lo difícil que resulta conseguir que los coralistas despeguen la nariz de la partitura, aun en canciones sencillas, e incluso con personas que no saben leer la notación musical.
Para los cantantes, la partitura no solo es una “chuleta” a la que recurrir en caso de lapsus mental o de dificultades con idiomas extranjeros; funciona, más bien, como una especie de red de seguridad, una garantía a la que asirse ante el reto de la interpretación musical.
Cuando un director pide que algo se haga completamente de memoria, está reclamando un esfuerzo adicional que se justifica por alguna razón extraordinaria: la necesidad de una mayor atención a sus indicaciones, mayor integración de las voces el conjunto del coro, mayor precisión rítmica…
Cuando un director pide que algo se haga completamente de memoria, está reclamando un esfuerzo adicional que se justifica por alguna razón extraordinaria: la necesidad de una mayor atención a sus indicaciones, mayor integración de las voces el conjunto del coro, mayor precisión rítmica…
Incluso en el ámbito profesional, hay muy pocos conciertos en los que los coros, por excelentes que sean, actúen sin partitura. Y el evento que nos ocupa no presentó un repertorio normal, sino una de las obras corales más monumentales y extensas de la historia de la música, en el que la letra es crucial y encima está íntegramente escrita en alemán (cabe recordar que la mayor parte de los integrantes del Monteverdi Choir son ingleses y el alemán, en el mejor de los casos, es su segunda lengua). Y lo mismo hicieron los integrantes del Cor Infantil del Orfeó Català.
La cosa alcanza ya niveles alucinantes si tenemos en cuenta el caso de Mark Padmore (también inglés), quien interpretó todo el papel de Evangelista de memoria. Y nos quedamos cortos con lo de “interpretación”, porque lo suyo fue un ejemplo de cómo la música consigue que hasta los que no entendemos ni una palabra de alemán sintamos escalofríos al oírle recitar “Ung ging heraus und weinete bitterlich” (“Y así fue que lloró amargamente”).
Algunos pueden pensar que los cantantes de ópera afrontan representaciones maratonianas también sin partitura. Pero la tradición operística es distinta; está más emparentada con el teatro, que no admite papeles en el escenario, aunque sí se apoya en otros recursos para ayudar a la memorización (apuntadores, trucos mnemotécnicos, monitores electrónicos, etc.) Por supuesto que los cantantes de alto nivel se saben su papel de memoria, pero, de alguna forma, siguen teniendo herramientas, físicas y mentales, que, durante la representación, ayudan a reducir la presión y el pánico escénico.
No había apuntadores de ninguna clase el martes pasado en el Palau. Los cantantes saltaron a la escena completamente sin red, con la única garantía de la dirección de Sir John Eliot Gardiner.
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