De todas maneras, nuestra introducción a la obra puede servir de reseña previa a los que todavía no han ido a ver la obra o como recordatorio a los afortunados que sí lo han hecho. La historia es suficientemente enrevesada como para mantener el interés.
Donizetti empezó a escribir la obra en 1834 y la estrenó en
La Scala de Milán en enero de 1836. Desde
el principio, sufrió un sinfín de contrariedades, pese a que entonces era un
compositor muy respetado por sus éxitos. Giorgio Migliavacca dice de él que era
el único de su época que podía permitirse elegir los argumentos de sus obras.
Quizás por eso, por reclamar independencia creativa frente a los empresarios de
los teatros, Donizetti se encaprichó de un drama del romántico alemán Friedrich
Schiller que vio en Milán en 1831 y decidió utilizarla para una ópera suya.
Empezó enfrentándose con su libretista habitual, quien se
negó a repetir argumento sobre los Tudor tras haber hecho el libreto de una
ópera anterior, Anna Bolena.
Donizetti lo resolvió recurriendo a un joven, Giuseppe Bardari, cuyo trabajo
fue su primera y última aventura operística.
Después, tuvo que vérselas con la censura. Al principio, la
obra tenía que estrenarse en Nápoles, pero el rey Fernando II de Dos Sicilias
la prohibió. Se dice que su mujer, la reina María Cristina, apodada “la Santa”,
asistió un ensayo y se sintió escandalizada por la puesta en escena de una confesión
religiosa, algo tabú en la época, y por la incontinencia verbal de la Estuarda
en el momento culminante (“fliglia impura di Bolena…”). Donizetti consiguió
finalmente estrenar la ópera en Milán, fuera de la jurisdicción de los reyes de
Nápoles, pero la censura eclesiástica siguió con la mosca detrás de la oreja y
acabó propiciando la prohibición final, tras solo seis representaciones.
Para colmo de males, la soprano que tenía que protagonizar
el estreno en La Scala, María Malibran, una gran estrella en aquel momento, enfermó.
Pese a encontrarse lejos de su mejor forma vocal, insistió en cantar María Stuarda. Suponemos que el
resultado, en una obra belcantista, en la que los agudos y los trinos son
fundamentales, dejó bastante que desear.
El público acogió la ópera con frialdad y, cuando la censura la
prohibió, nadie la echó de menos. Hubo todavía algunas pocas representaciones
en teatros europeos –una de ellas, en Barcelona, en 1847-, pero la obra quedó
olvidada hasta que a mediados del siglo XX se empezaron a realizar algunos
montajes en teatros internacionales.
En los años 80, se descubrió una partitura original, y esto,
unido a que varias sopranos de primer nivel incorporaron la obra a su
repertorio, dio a esta ópera una popularidad que nunca en la historia ha
tenido.
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